Como antaño, así es como me gustaría pasar los
próximos días y, de repente, me decido a hacer una escapada a un castillo.
¿Cómo será, pasar la noche aquí? ¿Descubriré un mundo que hasta ahora solo he
conocido a través de los libros?
Los últimos rayos de sol de un cálido día de verano
arrojan una agradable luz sobre los majestuosos muros del castillo. Un profundo
respeto me invade y me imagino las épocas pasadas, cuando el castillo aún
servía de protección contra el enemigo. Aquí solo se era bienvenido si se venía
con buenas intenciones, así que entro en el patio del castillo con mis mejores
intenciones y deseos: vivir en un castillo durante un tiempo por una vez en la
vida, ¡debe de ser una sensación sublime! Mientras busco la recepción, el señor
del castillo dobla la esquina y me da una cálida bienvenida. "No tenemos
recepción. Aquí los huéspedes viven como amigos de la familia", me dice el
conde. Al instante me siento un poco más noble y en mi interior pienso lo bien
que sienta la nobleza.
De hecho, el hotel castillo de Bernstein en el
Burgenland es un museo familiar en el que se puede vivir. Muchos de los
antepasados de los actuales Almásy fueron exploradores y viajeros, y a lo largo
de un siglo llenaron las habitaciones de su hogar con cosas que les gustaban.
En los aposentos familiares, amueblados con un estilo fiel al original, cuelgan
valiosos espejos venecianos en las paredes, antiguas arañas de cristal de todo
el mundo iluminan las habitaciones, y las alfombras de Oriente y las pinturas
al óleo de gran tamaño contribuyen a crear un ambiente elegante. Yo también
ocupo una de las diez habitaciones para invitados y empiezo a ordenar mi ropa
en los cajones, que condes y reyes han usado antes que yo. Dejo mi teléfono
móvil sobre una mesita de noche Biedermeier, es el único objeto moderno de toda
la habitación. No hay televisión ni minibar, ni tampoco calefacción
centralizada, para ello cada habitación tiene una magnífica estufa de cerámica
barroca.
Cada vez tengo más la sensación de ser, por un tiempo,
uno de los habitantes del castillo. Por la noche, y ataviado con mis mejores
galas, como junto con el resto de invitados del castillo en una larga mesa de
la ostentosa sala de los caballeros. Previamente, la mismísima señora del
castillo, una apasionada cocinera, ha preparado la comida. A la luz de las
velas, disfrutamos de la distendida atmósfera y las exquisiteces regionales:
hoy tocan unos Knödel de albaricoque todavía
humeantes, con un aroma tentador. En la mesa, Tom, un huésped de Inglaterra, me
explica que sus abuelos ya venían aquí de vacaciones. Eran amigos de la familia
y por aquel entonces recorrían el largo camino desde la isla con un barco hasta
Francia, luego cogían el tren hasta Viena y, finalmente, llegaban al Burgenland
en un coche de caballos. Estoy impresionado y pienso cuán fácil ha sido en
comparación mi viaje de hoy y con qué espontaneidad he podido planificar aquí
mi estancia.
Satisfecho, abandono la sala de los caballeros y
camino por los pasillos repletos de rincones hacia mi habitación. A lo largo de
las paredes observo numerosas vitrinas que guardan los tesoros de la familia.
Uno de los antepasados de los Almásy fue un gran explorador de la historia. El
conde László Ede Almásy es el descubridor de la Cueva de los nadadores
—denominada así por las pinturas de la cueva—, que descubrió por casualidad en
1933 durante una expedición a Egipto. Fue un explorador del desierto y gran
piloto de coches, y fue apodado "Abu Ramla", el padre de la arena,
por los beduinos. En una vitrina se exponen sus objetos personales: su reloj de
pulsera, su diario y su licencia de piloto. Más tarde lo pregunto y descubro
que el conde Almásy resulta ser el verdadero "paciente inglés" de la
película basada en la novela de Michael Ondaatje.
Cada vez soy más consciente de que mi breve escapada
se está convirtiendo en un viaje lleno de descubrimientos. Espero ansioso lo
que me queda por descubrir al día siguiente. Durante la cena, la señora Almásy
me prometió que me enseñaría sus lugares preferidos del castillo, lo que ha
despertado mi curiosidad. Abro la ventana y dejo que el fresco aire de la noche
entre en la habitación. De nuevo tengo la sensación de encontrarme en un lugar
especial y me imagino cómo debía de ser cuando los caballeros aún cabalgaban
por esta tierra y los trovadores anunciaban las noticias en forma de canción.
Sin embargo, todo está en silencio y lo único que se oye es el viento al pasar
por los árboles.
A la mañana siguiente vuelve a brillar el sol y la
señora del castillo viene a buscarme puntualmente al terminar el desayuno.
Pasamos por el muro revestido de hiedra del patio interior y cruzamos la puerta
del castillo para adentrarnos en el jardín natural y de piedra. Aquí predomina
una extraordinaria calma, ya que este sombreado jardín queda al abrigo de los
altos muros exteriores del castillo. Antaño esto era la fosa del castillo,
comenta la señora del castillo y apasionada jardinera, y solo tenía fines
defensivos. Hoy florecen en él rosas, hortensias y lilas. Me siento en un banco
amarillo y sé que más tarde volveré aquí con un buen libro. Esta vez no será
una novela histórica, ya que la gran variedad de impresiones de este lugar ya
incitan a soñar con tiempos pasados.